PÁGINAS

lunes, 22 de agosto de 2016

DOM GRÉA: DE LA ACCIÓN EXTRAORDINARIA DEL EPISCOPADO


Extractos del Cap. X, "De la Acción Extraordinaria del Episcopado", del libro «De la Iglesia y de su Divina Constitución»París, Société Générale de Librairie Catholique, 1885; por Dom Marie-Étinenne-Adrien Gréa (1828 - 1917), fundador de los Canónigos Regulares de la Inmaculada Concepción.


Si la falla de las Iglesias particulares llama a la acción inmediata de la Iglesia universal y puede dar apertura a esta acción extraordinaria del episcopado, es manifiestamente en dos ocasiones:

En primer lugar, cuando las Iglesias particulares no son todavía fundadas, y es propiamente el apostolado. En segundo lugar, cuando las Iglesias particulares están como derribadas por la persecución, la herejía o cualquier grave obstáculo que destruya completamente y suprima la acción de sus pastores: y es el caso más raro de la intervención extraordinaria del episcopado viniendo en su socorro.

Por lo que se refiere al establecimiento mismo de las Iglesias, los apóstoles al comienzo y, después de ellos, sus primeros discípulos, actuaron en la virtud de esta misión general: “Id y enseñad a todas las naciones”; esto es manifiesto, pues el Evangelio no les da otra. Ahora bien, esta misión concierne constantemente al episcopado. Es, en efecto, propiamente al Colegio Episcopal que ella ha sido dada, pues la eficacia debía durar hasta el fin del mundo, de conformidad a lo que sigue en el texto sagrado: “Y he aquí que Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”.

Pero esta misión fue dada antes de toda delimitación de territorio y antes que algún obispo tuviera un poder particular sobre un pueblo determinado. Ella ha precedido la fundación de las iglesias que debían ser atribuidas después a cada uno de los miembros del Colegio; y así los obispos recibieron en la persona de los apóstoles una misión general, verdadera y primitivamente, de anunciar el Evangelio.

A medida que la fundación de las iglesias particulares, sucediendo a la conquista evangélica, aplicó este poder a rebaños particulares, ésta restringió por lo mismo el campo de esta actividad más general con respecto de los pueblos a conquistar y que debe cesar con el establecimiento de jerarquías locales.

Pero no es solamente en el establecimiento de la Iglesia que el poder propiamente apostólico y universal de los obispos se declara. Hay un segundo orden de estas manifestaciones más raras y más extraordinarias todavía.

En el seno mismo de los pueblos cristianos hemos visto a veces, en necesidades urgentes, a los obispos, siempre dependientes en esto como todas las cosas al Soberano Pontífice y actuando en la virtud de su comunión, es decir, recibiendo de él todo su poder, usar de este poder para la salud de los pueblos.

Si por calamidades superiores a todas las previsiones de las leyes, y de violencias que no se podrían remediar por vías comunes, se careciera de la acción de los pastores locales; seríamos puestos en condiciones tales que el apostolado se ejercería para el establecimiento de las iglesias como si los ministerios locales no estuvieran todavía constituidos.

Vimos así en el siglo IV a San Eusebio de Samosata recorrer las iglesias de Oriente devastadas por los arrianos, ordenando pastores ortodoxos sin tener jurisdicción especial sobre ellas.

Estas son acciones verdaderamente extraordinarias, como las circunstancias que fueron la ocasión.

Si la historia nos muestra obispos cumpliendo este oficio de “médicos” de las iglesias que desfallecen, ella nos cuenta al mismo tiempo las coyunturas imperiosas que les ha dictado esta conducta. Se requirió, para volverla legítima, necesidades tales que la existencia misma de la religión estuviera comprometida, que el ministerio de los pastores particulares fuera completamente destruido o vuelto impotente, y que no se pueda esperar ningún recurso posible a la Santa Sede.

En estos casos extremos, el poder apostólico que apareció, al comienzo, para establecer el Evangelio, reaparece como para establecerlo de nuevo: pues es dar equivalentemente un nuevo nacimiento a las iglesias el preservarlas de una ruina total y ser su salvador.

Pero, fuera de estas condiciones, en tanto que la jerarquía legítima de las iglesias particulares se conserve de pie, habría abuso y usurpación.

Así, en primer lugar, este poder universal del episcopado, bien que habitual en su fondo, es extraordinario en su ejercicio sobre las iglesias particulares, y no tiene lugar cuando el orden de estas iglesias no está destruido. En segundo lugar, es necesario también, para el ejercicio en sí legítimo, que el recurso al soberano Pontífice sea imposible, y que no pueda haber duda sobre el valor de la presunción por la cual el episcopado, apoyándose en el consentimiento tácito de su jefe confirmado por la necesidad, se apoya en su autoridad siempre presente y actuante en él.

Si el futuro reserva a la Iglesia pruebas que la reduzcan a las dificultades de los primeros siglos, si los peligros de los últimos tiempos deben ir hasta este exceso, ella desatará, si es necesario, de entre los poderes del episcopado, aquellos que deben ser desatados por la salvación de los pueblos.  

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Dijo Monseñor Lefebvre: "Un obispo tiene el deber de hacer todo lo que está en su poder para que la fe y la gracia sean transmitidas a los fieles que las reclaman legítimamente, sobre todo para la formación de verdaderos y santos sacerdotes (…) Éste actuaría así, no contra el Papa, sino aparte del Papa, sobre todo si todo contacto con el Papa le es prohibido. Él actuaría así por el mayor bien de la Iglesia, por la salvación de las almas y a ejemplo de otros como San Atanasio, San Eusebio de Verceil, en tiempo de los Arrianos. Y a este respecto ustedes pueden consultar a Dom Gréa en “La Iglesia y su Constitución Divina”, Dom Gréa, tomo I, página 209 a 232. Dom Gréa tiene páginas a este respecto que son muy interesantes" (22 de Febrero de 1979, COSPEC O70-A)