PÁGINAS

miércoles, 3 de junio de 2015

R.P. TRINCADO - SERMÓN FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD




Celebramos hoy la fiesta de la Sma. Trinidad, en la que el Padre ama al Hijo eterna e infinitamente, el Hijo ama eterna e infinitamente al Padre y el Espíritu Santo es el amor subsistente entre el Padre y el Hijo. Dios es amor (1 Jn  4, 8). Nuestro Dios es un fuego devorador, dice la Escritura. Fuego vine a lanzar sobre el mundo, y cómo quiero que ya arda, dice N. Señor. Si esa Trinidad de amor está en nuestras almas, ¿cómo es que normalmente los católicos no parecen ser consumidos por el fuego de la caridad? Salvo en contadas excepciones, ese fuego no quema las almas sino que sólo las entibia, y eso se bebe no a la debilidad del fuego divino, sino a nuestra mediocridad espiritual o tibieza. Diré algunas palabras acerca de la tibieza.

Es tibio el que sirve a Dios con negligencia o a medias. No comete pecado mortal porque teme el infierno, pero no se esfuerza por evitar los pecados veniales. Hace solamente aquello que no puede omitir sin pecar gravemente. Dios amenaza al tibio con vomitarlo de su boca, pues le importan menos las ofensas que recibe de los malos que las que recibe de quienes dicen ser sus amigos y sus hijos (san Galo). El tibio sabe que Dios lo quiere totalmente recto, pero se conforma sólo con ser más recto que retorcido, quedándose en un culpable término medio.

La tibieza consiste en una distensión o relajamiento espiritual que conduce gradualmente a la muerte espiritual, quitando al alma las fuerzas día a día y haciendo odiar el esfuerzo, el sacrificio, la cruz. Aunque no diga mentiras, hay mentira en la vida del tibio: no es sincero cuando dice, en el Padre Nuestro, hágase tu voluntad, venga a nosotros tu Reino. No es sincero porque ha pactado la paz con el pecado venial. Hágase tu voluntad… salvo en este aspecto de mi vida. Venga a nosotros tu Reino… pero en esto y aquello no quiero que reines Tú, sino yo. Esta falta de rectitud hace que la en la oración del tibio muchas veces no sea oída.

No se debe confundir la tibieza con cierta aridez o sequedad espiritual que es normal en los fervorosos: esta es una dolorosa purificación necesaria para llevar al alma esforzada a la santidad, mientras que la tibieza se debe a la falta de esfuerzo. Lo que distingue al tibio es tolerar en sí mismo el pecado venial deliberado. El alma tibia ha hecho un traidor acuerdo de paz, no con el pecado mortal, pero sí con el pecado venial.

Entre los efectos de la tibieza están los siguientes: las tentaciones se rechazan a medias y se incurre en curiosidad, sensualidad, imprudencias: se juega con el peligro. Se levanta en el alma el orgullo, complaciéndose el tibio en sí mismo, en sus logros externos y en sus cualidades naturales. De este orgullo provienen, a su vez: envidias, celos, impaciencias e iras, asperezas en el trato con los prójimos, farisaísmo, etc.

La tibieza va destruyendo gradualmente la delicadeza de la conciencia, lo que produce una gran cantidad de pecados veniales, de los que poco o nada se duele el tibio. El que no se cuida las cosas pequeñas, caerá en las grandes, dice la Escritura.  Eso hace, a su vez, que se vaya amortiguando el sano horror al pecado mortal. La tibieza es como una anemia que va debilitando todo el organismo espiritual.  Basta que un pájaro esté atado al suelo con un solo cabello para que jamás pueda volar. Lo mismo pasa al alma que comete pecados leves deliberados. Pero, Padre, yo no robo, mato, no cometo adulterio, soy tradicionalista y resistente por añadidura… a veces digo algunas mentirillas oficiosas como todo el mundo, pero me confieso y rezo mucho. ¡Usted es ese pájaro!

Este culpable debilitamiento progresivo de las fuerzas del alma resulta, a la larga, más dañino que un pecado mortal aislado. En este sentido Nuestro Señor dice al tibio en el Apocalipsis: Conozco tus obras: sé que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente; pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, estoy por vomitarte de mi boca (3, 15-16). Se siente fastidio ante el esfuerzo, se abusa de la gracia, se resiste al Espíritu Santo. Si por el pecado mortal se arroja a Dios del alma, por la tibieza se lo encadena y atrofia dentro del alma.

Sobre los remedios contra la tibieza, dice San Alfonso que algunos se desaniman pensando que nunca lograrán salir de ese estado, pero que a estos hay que responder con las palabras que el San Gabriel le dijo a la S.V. María: "lo que es imposible para las criaturas, es posible para Dios. Ninguna cosa hay imposible para Dios" (Lc 1-37) o con aquellas palabras de San Pablo: "Todo lo puedo en Aquél que me hace fuerte." (Filp 4-13). 

Los remedios para vencer la tibieza son los siguientes: la firme resolución, la comunión frecuente, la oración. 

Debemos ser resueltos, debemos estar decididos a romper con todo pecado -no sólo con los graves- , de abrir de par en par -y no sóla a medias- la puerta del alma a Dios. La primerísima y más importante resolución para llegar a la santidad o total rectitud que Dios quiere en nosotros, será siempre el preferir morir antes que pecar. Querer perderlo todo antes de perder la amistad con Dios o hacer algo contra su voluntad. Entonces, hay que querer, hay que decidirse, hay que ser resueltos. Dice Mons.  Sheen: Dios pudo hacer algo con el odio de Saulo, transformándolo en amor; pudo hacer algo con la pasión de Magdalena, convirtiéndola en celo; pero Dios no puede hacer nada con los que no son ni ardientes ni fríos, con los que no son resueltos. A éstos los vomitará de su Boca.  

El segundo remedio para alejar la tibieza y conseguir el amor ardiente o santidad es la comunión frecuente, porque este alimento espiritual que es el Cuerpo de Cristo, al revés de lo que sucede con el alimento material, no se convierte en el que lo come, sino convierte en él al que lo come. Hay que comulgar tanto como sea posible, y no dejar de hacerlo por pereza o por tener pecados veniales.

El tercer medio es la oración. No olvidemos que Dios nos hizo esta gran promesa: Pedid y recibiréis (Lc 11, 9). Todos los días cada uno de nosotros puede recurrir, si quiere, a un método simple y poderoso de oración: el Santo Rosario. Que esta invencible espada de Dios, divina y todopoderosa, destruya en nuestras almas las cadenas de la tibieza y encienda en ellas aquel fuego devorador.